Declaración de paz al amor.




El día que cumplió los dieciocho ya tenía diecinueve.

Era rubia.
Un rubio enfadado e indignado que, cada domingo, contaba los días de la semana que quedaban para volver a empezar otro domingo más.

Ojos color tragedia de septiembre;
perdida en un mundo interior caótico, tan repleto de él que rebosaba vileza.

Se mojaba los labios con sutileza, 
esperando un poco más, 
absorbiendo con ansiedad y ternura el diluvio que llevaba en las mejillas.

Fue entonces cuando intentó esconderse detrás de una sonrisa y se puso a correr en dirección contraria a todo lo que le habían enseñado de pequeña.

No conocía la distancia porque nunca se había atrevido a mirarse a los ojos,
pero estaba más lejos de ella misma que de las ganas que todavía no tenía.

Cada noche, todos los días, le pide tiempo a la imaginación que le ahoga las horas.
Le pide un respiro a la muerte que la acecha cada vez que él resbala por sus brazos;
porque de abrazos está el mundo lleno pero los suyos eran como llegar a casa después de un viaje tedioso y extenuado.

Llevaba el pelo desordenado; 
un simple reflejo de cómo estaba por dentro, 
un destello de sus rincones más misteriosos.

Era rubia.
Un rubio enfadado e indignado que, cada domingo, contaba los días de la semana que quedaban para volver a empezar otro domingo más

con él.

Para dejar de mudar de piel,
para llorar de suerte
y

para morirse en sus laureles.


Porque no estaban hechos el uno para el otro pero, 
                                  al menos, 
se hacían el uno al otro..




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